viernes, 31 de marzo de 2023

Laia in black 2

 

AUTORA: Laia cd

 

“Es el final”, pensó. “Aquí se acaba todo”.

Los segundos se hacían interminables. Laia ni siquiera era capaz de predecir cuántos habían transcurrido desde que esa monstruosa polla negra se había abierto paso entre sus labios rumbo a su garganta hasta casi asomarse a su estómago.

“Desde luego no se me ocurre forma más placentera de morir”, se consoló. Laia estaba preparándose ya para su destino cuando sintió que un resquicio de aire invadía sus pulmones, al tiempo que esa polla liberaba poco a poco espacio en su garganta.

Totalmente atada y con los ojos vendados, se quedó desorientada. Había vuelto a correrse hacía poco, pero no sabía exactamente cuándo; y permanecía con la boca abierta esperando una nueva embestida.

“Prueba superada”, escuchó antes de oír cerrarse una puerta. Sola, en medio de ninguna parte y cachonda como nunca, repasó lo sucedido en las horas anteriores. Todo había transcurrido muy rápido desde que se despidió de Carol…

Nada más salir de la discoteca fue llevada a un coche. Sus cuatro acompañantes andaban rápido y a ella le costaba seguir su ritmo con los tacones, pero no tenía opción. El coche era caro, de eso estaba segura. Un amplio monovolumen con los cristales tintados al que fue empujada nada más llegar. Se sentó en el asiento trasero mientras los hombres hablaban fuera. Intentó arreglarse el pelo sin éxito. Todavía podía sentir varios chorros de semen en su cara y, golosa, comenzó a recogerlos con los dedos para llevárselos a su boca, mientras escuchaba fragmentos de la conversación.

 

 

“¿Nos quedamos con esta?, escuchó a uno.

“No es lo que buscábamos, pero creo que al jefe le va a gustar”, respondió otro.

Laia no entendía nada. Había dado por sentado que, si había un jefe, era el culpable de que su culito estuviera más abierto que nunca y todavía chorreando leche. “¿Quién es esta gente?”

Su cabeza se llenaba de preguntas. “¿Qué van a hacer conmigo?”, se repetía una y otra vez. El pánico comenzaba a apoderarse de ella. Sin embargo, no podía competir con su nivel de excitación. “Bueno, supongo que el jefe sólo querrá follarme”, intentaba tranquilizarse. Estaba relamiéndose el semen de los dedos cuando se abrió la puerta.

“¡De rodillas, zorra!”, fue lo primero que escuchó.

Obedeció sin rechistar. La orden provenía del jefe que resultó no ser el jefe. Pese a ello, era obvio que estaba al mando de sus tres compañeros. Se sentó delante de Laia, que intentó abalanzarse sobre su entrepierna.

“¡Quieta!”, exclamó su interlocutor. “Tengo un par de preguntas”.

Laia no pudo disimular su decepción. No quería hablar, quería mamar. No tenía opción, y asintió esperando.

“¿Cuáles son tus límites?”

La pregunta pilló a Laia descolocada. ¿Tenía límites? Claro, como todo el mundo; pero ¿cuáles? Si se dejaba alguno lo podría acabar lamentando. Empezó por lo básico.

“Nada de niños. Ni de animales. Soy una puta, no una enferma mental”, contestó.

“Está bien, eso no será un problema. Nosotros tampoco estamos enfermos. ¿Algo más?”

“Tampoco soy un váter, nada escatológico. Ni me gusta el dolor. No me refiero a un azote bien dado cuando me estéis follando, ni a un bofetón mientras os como la polla; hablo de dolor extremo”, explicó. Seguía algo nerviosa.

“De acuerdo”, respondió. “Pon las manos en la espalda”.

Así lo hizo, y uno de los hombres sacó unas esposas, que hábilmente colocó en sus muñecas. Para sorpresa de Laia, sacó otras y las cerró sobre sus tobillos.

“¿Algo más que añadir?”, preguntó desafiante.

Laia titubeó. “No, creo que gggmpfmpmc”. No pudo terminar la frase, porque el hombre que se había sentado en el asiento del copiloto le había colocado una mordaza. Una bola con agujeros para respirar que le obligaba a tener la boca abierta, unida a una correa que se cerraba sobre su nuca. “Esto mejora”, pensó.

Fue entonces cuando reparó en el maletín del que habían salido las esposas y la mordaza. Consoladores de todos los tipos y tamaños, pinzas, cuerdas y todo tipo de juguetes y accesorios. Parecía que hubieran atracado un sex shop. Vio a su interlocutor seleccionar un antifaz, así como un enorme consolador anal, que tendió hacia el copiloto.

“¡Joder! Es mucho más grande que el mío”, se dijo. No le hizo falta recibir la orden. Se colocó a cuatro patas y, tras notar como sus shorts y sus bragas bajaban hasta sus rodillas, no pudo evitar dejar escapar un sonoro gemido cuando su culo empezó a ser invadido por el juguete, lo que pareció divertir a los presentes.

“Pero qué guarra eres”, escuchó entre carcajadas. “Hemos elegido bien”. Laia se sentía muy orgullosa de sí misma.

El tipo recobró la seriedad y clavó su vista en la de Laia, sosteniendo el antifaz entre sus enormes dedos.

“Escucha”, comenzó. “Quiero que estés tranquila, en unas horas estarás en tu casa sana y salva. No queremos hacerte daño, sólo queremos pasárnoslo bien con una puta, y tú has sido la elegida. El único riesgo que corres el de volverte totalmente adicta a nuestras pollas. Pero antes el jefe tiene que darte el visto bueno”, explicó.

Tras una breve pausa, siguió muy serio: “Nos tomamos muy a pecho las medidas de seguridad, así que no puedes saber dónde vamos. Cuando lleguemos, el jefe decidirá cuándo puedes ver o moverte. Y aquí acaba la cortesía. ¿Entendido?”, inquirió.

Laia asintió mientras el antifaz iba cubriendo sus ojos, pero tuvo tiempo de ver cómo su hombre empezaba a bajarse los pantalones. También sintió que se ponían en marcha. Dos segundos después, una mano en su cuello aflojaba la mordaza, haciendo caer la bola hasta su cuello y liberando su boca.

Instintivamente, intentó cerrar la boca para tomar una bocanada de aire, pero la mano empujó su cuello, y sus labios no tardaron en identificar el sabor de la polla que estaba mamando.

“Límpiala bien, cerda. Que antes me has hecho correrme en tu culo y todavía no he probado tu boca”, le ordenó.

Era todo lo que necesitaba oír. No podía iniciar su ritual habitual previo a meterse la polla en la boca, así que comenzó a subir y bajar los labios humedeciendo sobre la marcha aquel rabo al que tanto debía. Había sido el causante de su primer orgasmo anal. Sin usar las manos ni estimular su pene enjaulado, se había corrido como una mujer, siendo penetrada. La mamada en la que estaba inmersa era su modesta muestra de agradecimiento, por ello se afanó en complacer a su macho.

Había pasado casi una hora saboreando aquella polla, pero Laia no lo sabía. Era algo que le pasaba desde justo una década atrás, siendo todavía adolescente; cuando, en los baños de una bolera, se puso por primera vez de rodillas delante de una polla. Aquel día, creyó que sólo habían pasado un par de minutos cuando su garganta recibió una corrida por vez primera, pero en realidad había pasado más de media hora mamando.

Desde entonces, cada vez que una polla entraba en su boca o su culo, perdía toda noción del tiempo. Literalmente. Pero nunca de forma tan exagerada. En el fondo de sí misma, sabía que llevaba un largo rato recorriendo aquel inmenso rabo con sus labios, pero tuvo la sensación de que acababa de empezar cuando notó detenerse el vehículo, al tiempo que su boca se llenaba de leche.

“Que no se te caiga una sola gota, zorra”, escuchó. “Tampoco te lo tragues hasta que yo te diga”. La tarea era casi imposible, era una corrida inmensa. Se complicó aún más cuando la mordaza volvió a instalarse entre sus labios.

Escuchó el ruido de una verja abriéndose y el coche volvió a arrancar.

“Se me había olvidado. En esta casa hay una regla para todas las putas que vienen. No puedes estar de pie salvo que se te ordene”, añadió mientras le colocaba un collar de cuero al que enganchó una correa metálica.

El coche se detuvo definitivamente y Laia fue arrastrada al suelo. Comenzó a gatear contoneándose, mientras seguía haciendo verdaderos esfuerzos por no tragarse el semen que inundaba su paladar. Un tirón de la correa le indicó que habían llegado a su destino. Escuchó un timbre y el sonido de la puerta, previo a un silencio que le hacía intuir la presencia del jefe en el umbral del porche.

“Me vale”, una voz realmente grave rompió la tensión. “Preparadla”, sentenció.

Laia fue conducida unos metros más hasta detenerse de nuevo. Le quitaron las esposas y empezaron a desnudarla, dejándola solamente con las bragas y los tacones. Notó cómo empezaban a aflojar la mordaza cuando escuchó:

“Ahora. Trágatelo”.

Así lo hizo cuando un bofetón cruzó su cara. Impasible, abrió la boca y sacó la lengua para probar su obediencia.

“Buena zorra”, escuchó a modo de aprobación. “Le vas a encantar”.

De repente, se sintió elevada por varios brazos. Lo hicieron con una facilidad increíble. “Normal”, pensó. “Sus bíceps son más grandes que mis muslos. Bueno, y sus pollas son mucho más grandes que mis brazos”. Laia se relamía en sus pensamientos mientras era colocada boca abajo, esposada y amordazada de nuevo. Había algo extraño.

Para empezar, las esposas. No eran dos pares comunes como las anteriores. Las cuatro iban unidas entre sí y obligaban a Laia a mantener su cuerpo arqueado, con las rodillas dobladas y la cabeza erguida.

Tampoco la mordaza era la misma. Constaba de cuatro ganchos que abrían su boca hasta límites que la propia Laia desconocía, convirtiéndola prácticamente en una muñeca hinchable. Además, llevaban colgando algo metálico, pero no conseguía descifrar qué era.

“Esto igual duele un poco”, escuchó. “Ten en cuenta que está preparado para mujeres de verdad. Pero bueno, si de verdad quieres ser una mujer no te importará…”.

La insinuación indignó a Laia. “Por supuesto”, se dijo para sus adentros. “Soy más puta que cualquier mujer ‘de verdad’ que haya pasado por aquí, ¿será posible?”. Tan sumida estaba en su sesión de autoafirmación que no vio venir el dolor, que se presentó de golpe en sus pezones. Era un dolor sumamente placentero, como atestiguó el gemido que pretendía ser aullido.

“Está lista, jefe”, las palabras resonaron en la cabeza de Laia.

Boca abajo, manos y pies unidos en su espalda. Ojos vendados, boca abierta hasta el extremo y sus pezones prisioneros en metal. Un consolador enorme dentro de su culo. Sí, podía decirse que estaba lista.

Escuchó cerrarse la puerta y pasos acercándose. La voz grave reapareció.

“Hola putita, veo que me estás esperando”, comenzó. “Bien, voy a presentarme. Todo lo que necesitas saber de mí es que me llaman Taladro y que me apellido 38 centímetros”.

Laia se sobresaltó. “¿Qu… qué ha dicho?”, comenzó su monólogo interior. “38 centímetros. ¡38! No puede ser, es demasiado. Si hasta hoy mi récord era poco más de 20. Y de los otros cuatro la más grande sería unos 30. Joder, si ya me ha costado horrores tragármela entera. Me va a partir en dos. 38. Es imposible. 38…”. De nuevo la voz grave interrumpió sus pensamientos.

“Los chicos me han hablado muy bien de ti. Me han contado tu pequeña peculiaridad, no te preocupes. Para mí eres una puta como todas las demás. Además, me parece muy bien eso de que encierres tu cosita. Si no sirve para dar placer a una mujer no merece estar en libertad”, reflexionó entre carcajadas. Era evidente que el componente de la humillación le atraía. A Laia también, por supuesto.

“Eso sí, estoy acostumbrado a tener a mi disposición guarras con tres agujeros, así que tendrás que emplearte al doscientos por cien para satisfacerme, ¿comprendido? Para ti, la prueba será más exigente. Ten en cuenta que mi polla es un bien de lujo, y no cualquier puta barata puede acceder a ella”, sentenció.

Era el más alpha de todos los machos que había conocido en su vida. Con mucha diferencia. Sólo con su voz hacía que Laia se sintiera indefensa, un simple objeto al servicio de un ser superior. En definitiva, era su sueño hecho realidad. Ser la esclava sexual de un hombre dominante de verdad.

“Bueno, vamos a empezar. He de advertirte una cosa. No sé si también te gustan los coños, pero cuando acabe contigo no vas a querer volver a comerte uno. Tu adoración por las pollas se volverá absoluta, mi rabo será tu único dios. Me suplicarás que vuelva a follarte, no lo dudes. Soñarás con ponerte tetas para poder meter mi polla entre ellas. Tu vida no volverá a ser la misma”, concluyó con firmeza.

Laia empezó a pensar en ello mientras le escuchaba quitarse el cinturón y bajarse los pantalones. Las palabras sonaban demasiado fuertes como para ser ciertas, una polla no podía cambiar su vida por completo, por mucho que se apellidara 38 centímetros. Sin embargo, esa voz grave taladraba su cerebro. Era tan firme que costaba pensar que cualquier amenaza no fuese cierta.

Eso fue lo último que pudo pensar cuando sintió que ese descomunal rabo comenzaba a entrar en su boca. Fue una sensación extraña, la mordaza le impedía sentirla en los labios. Cuando quiso darse cuenta, su garganta ya albergaba la punta de ese monumento de ébano, que intentaba abrirse paso en su interior. Colocó a Laia de medio lado para facilitar la penetración.

Aguantó estoicamente las primeras arcadas, consciente de que más de la mitad de ese rabo todavía estaba al descubierto. No eran sólo los 38 centímetros, también era el más grueso que se había llevado a la boca. Como podía, Laia movía la cabeza a gran velocidad, en un intento por lubricar al máximo semejante herramienta. Sentía que lo iba a necesitar.

No sabía cuántos centímetros tenía ya dentro, pero no podía faltar mucho. Litros de saliva recorrían su interior. Entonces, Taladro hizo honor a su nombre y comenzó a follar brutalmente su garganta. A la vez, puso la mano sobre la parte delantera del cuello de Laia, que no entendía ese paso. De pronto se dio cuenta. El cabrón se estaba masturbando a través de su garganta. Pensar en ello aumentó su excitación, nunca se había sentido tan usada.

Desesperada, Laia sacaba la lengua esperando encontrar por fin los huevos de su amante. Notó cómo él agarraba sus tacones para poder ir más rápido. De repente, nuevo un tirón de su collar produjo el ansiado encuentro entre su lengua y los testículos de su macho. En ese instante, tuvo el orgasmo más placentero y prolongado de su vida.

Con la cara empapada en su propia saliva, y cada vez más serias dificultades para respirar, Laia sólo podía pensar en cada uno de los 38 centímetros que tenía dentro de su boca, y en el infinito placer que ese monstruoso falo le estaba proporcionando.

De nuevo, perdió la noción del tiempo. Iba a morir de placer, estaba segura, y sólo quería extender lo más posible el éxtasis. “El orgasmo definitivo”, pensó. “No tiene nada que ver con el aburrido orgasmo masculino. ¡Mátame cabrón! Esto es el puto paraíso”.

Durante unos segundos, realmente creyó estar muerta.

Resucitó con la voz grave.

“Prueba superada”, y la puerta cerrándose.

Tardó un minuto en recomponer lo sucedido. Carol. Discoteca. Reservado. Cuatro pollones negros. Coche. El jefe. La voz grave. EL ORGASMO.

“Sigo viva”, pensó.

Su alegría sólo duró un pensamiento.

“Mierda. Se ha ido sin follarme. Y sin correrse”, se lamentó para sus adentros. “Vuelve, por favor. Quiero ser tu puta para siempre”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario