He tomado el control.
Cada vez resulta más fácil. Apoderarme de la situación ha
dejado de ser un reto, la situación es mía. Ahora soy yo la que le controla a
él. A veces, todavía le permito pensar que tiene el timón, que no soy más que
un juego.
Sin embargo, soy real. Estoy aquí y voy a demostrarlo. Esta
noche, voy a perder la virginidad. Siendo yo, sin usar su envoltorio. Laia ya
no juega sola. Esta noche, me someteré por completo a la voluntad de un hombre.
Tomar el control de ESE ‘hombre’ que ocupa mi cuerpo para
entregárselo a otro HOMBRE. A uno cualquiera, con el único requisito de que
quiera usarme a su antojo, de ser su juguete sexual, un mero instrumento cuya
única misión es dar placer.
Viernes, 27 de abril de 2014
Han pasado dos semanas, pero recuerdo perfectamente cada
detalle de aquella noche. Aquella simple idea de ser usada era más eficaz que
el mejor lubricante del mercado.
Desde luego, no era la primera vez que ese pensamiento
sacudía mi mente, pero ESE siempre me frenaba, no me dejaba tomar el mando. Eso
era historia. Imparable, encendí el pc dispuesta a seleccionar al candidato. La
tarea me llevó horas, hasta que finalmente lo encontré. Su descripción me puso
a tono, y su disposición terminó de convencerme.
Vendría a mi casa en bici, la dejaría aparcada junto a mi
casa y pediría un taxi para ir a la suya. Una vez satisfecho, tomaríamos otro
taxi de vuelta. Aquello me dio confianza, y el pensamiento de ser su puta a
domicilio me tenía al borde del éxtasis.
Le dejé en espera y fui a la ducha, no sin antes preparar el
modelito para mi debut. Había dejado que fuera él quien lo seleccionara, al
menos en parte. Se empeñó en LOS leggins y LOS taconazos (ver foto). No pude
hacer otra cosa que celebrar su decisión, había acertado de pleno.
Para la ropa interior, cogí mi precioso conjunto negro de
encaje, junto a la falda negra con cadenita plateada que ESE le robó a su ex, y
lo acompañé con mi camiseta rosa de estrellitas, que complementé con pendientes
y pulsera rosa, collar plateado y diadema también rosa. Minutos antes, regresé
al pc para darle la orden de salida.
Había pasado una media hora cuando enfilé la puerta de la
calle minutos después oír el timbre de una bicicleta por la ventana. Comprobé
mi maquillaje, lo metí al bolso para poder retocarme después y escribí a mi
mejor amiga para contárselo. Una es puta pero precavida.
Crucé el umbral del portal y recibí la brisa de la calle en
mi cara. Mi alegría duro pocos segundos. En el horizonte no se divisaba ni una
sola figura, y todas las farolas estaban huérfanas de una bici a sus pies.
Caminé durante dos minutos luchando contra las malditas cuestas que pueblan
Madrid, poco pensadas para los 12 centímetros que elevaban mis talones.
Enfurecida, volví a casa. Directa al pc, busqué a mi cita
entre los usuarios conectados. Nada. Bajé de nuevo a la calle con la esperanza
de que hubiera vuelto. Nada. Empecé a pensar que ese timbre de bici sólo había
sonado en mi mente, aunque en mi interior sabía que quizás había tardado
demasiado en bajar, pero joder, a una dama se le espera. De toda la vida.
“¡Cabrón!”, pensé. “Él se lo pierde”.
Ahí terminó mi relación mental con ese individuo. “Todos los
hombres son iguales, ¿no?”, proseguí mi monólogo interior. “Pues me busco
otro”.
Volví al chat y repasé, no muy minuciosamente, los mensajes
enviados al global de la sala. Dado mi nivel de excitación, el proceso de
selección no se demoró lo más mínimo. Encontré un chico que vivía cerca de mi
casa e inicié una breve conversación.
Le ofrecí mis servicios y le pregunté cuánto tardaba en
llegar a mi casa. “Hora y pico”, respondió. Demasiado para mi gusto, pero ya
eran más de las doce de la noche, no había tiempo para titubeos.
“Si tardas menos de una hora, te abro la puerta de
rodillas”, contesté y le di mis señas.
45 minutos después, sonó el telefonillo. “¿Sí?”, pregunté.
“Hola”, fue toda la respuesta. Abrí y me arrodillé ante la
puerta, esperando. Al oír el golpe de sus nudillos, extendí la mano y bajé el
picaporte abriendo una rendija. Acto seguido, la puse detrás de mi espalda
junto a la otra.
Miré hacia arriba y sonreí. Desde luego, no era un adonis.
Normalito tirando a mediocre. Para colmo, venía en chándal. Empezó a bajarse
los pantalones sin cerrar la puerta, así que lo hice yo de un empujón.
Volví a centrarme en mi objetivo, recién liberado de la
presión de los calzoncillos que su dueño había bajado hasta sus rodillas.
Resultaba casi ridícula en relajación, así que me lancé a hacerla crecer. Me
tomé la libertad de usar una mano durante los primeros segundos, para poder
sujetarla mientras lamía los huevos con avidez. El sujeto pareció darse cuenta
de mi desesperación.
“¿Tenías ganas de polla, eh putita?”, preguntó divertido
justo cuando la introducía en mi boca, ya a media erección. Asentí sin dejar mi
trabajo.
“¿Hacía mucho que no te comías una?”, siguió. La saqué de mi
boca. “Muchísimo”. La volví a meter un instante en mi boca. “Más de un mes”,
concreté.
La conversación terminó de endurecer aquel miembro, que
resultó no ser nada del otro mundo. Aun así, no quería seguir hablando, y
decidí pasar a la acción. Me así a su culo y me la metí hasta dentro sin
dificultades. “Unos 15 centímetros”, pensé mientras comencé a recorrer sus
testículos con mi lengua. Su glande forcejeando con mi garganta me estaba
poniendo a mil. Él lo notó y pasó a la acción.
Estrelló su mano en mi mejilla como aviso de lo que estaba
por venir. Sin perder el contacto visual, puse mi mejor mirada de zorra sumisa.
Eso le excitó más, e inmediatamente colocó sus manos en mi cabeza. Tuvo el
detalle de apartarme el pelo de la cara antes de sujetarme la cabeza y empezar
a follarme la boca. Retiré mis manos de sus nalgas y las devolví a mi espalda,
ofreciéndole el control total.
Ese fue el momento, el instante en el que se dio cuenta de
mi absoluta sumisión, mi total adoración por las pollas, mi absoluta entrega.
De que no era una mujer lo que tenía delante, sino un simple instrumento para
su placer. Sabía que podía hacer conmigo todo lo que quisiera. Era su esclava sexual.
Yo no podía estar más cachonda.
Mi diadema cayó al suelo con sus embestidas, y uno de mis
pendientes siguió el mismo camino después de otro de sus certeros bofetones. El
segundo de respiro que me ofrecía cuando notaba que ya no podía más inundaba mi
cara de saliva, que caía por mi cara hasta mi falda. De vez en cuando, agarraba
su polla y golpeaba con ella mis labios y mi lengua, que agradecía cada impacto
ofreciéndose al siguiente.
Era mi sueño hecho realidad.
Unos minutos después, para evitar correrse, soltó mi cabeza
y pude establecer mi ritmo, saborear sus huevos y devorar su polla a mi antojo;
pero no pude resistir el impulso de volver a introducírmela hasta el fondo, y
lo aprovechó para reanudar sus vaivenes. Con la cara totalmente empapada, mis
ojos no dejaban de sonreírle. “¡Pero qué puta eres!”, repetía constantemente,
variando el adjetivo con alguno de mis sinónimos favoritos.
Habrían pasado unos diez minutos desde que abrí la puerta
cuando me hizo levantarme. Me dio la vuelta y, sin titubear, bajó de un solo
tirón mis leggins y mis braguitas, que quedaron a la altura de mis rodillas.
Fui incapaz de contener un gemido al sentir el primer azote, que enlazó con un
buen agarrón a mi culo.
Evidentemente, estaba comprobando la mercancía.
Repitió tres o cuatro veces la suma de azote más sobeteo
antes de ir en busca de su objetivo. Mi espalda se arqueó al sentir su índice
entrando por completo en mi culito. Después de comprobar el acceso, me levantó
y me hizo andar hasta la cama.
Se sentó en el borde y dejó caer su cuerpo hacia atrás.
Entendí la invitación y me arrodillé ante su polla, que nuevamente comencé a
degustar, recorriéndola por completo con mi lengua. La agarré y la fui
deslizando por mi cara aún inundada en saliva, impregnándome de mi fragancia
predilecta: Eau de rabo.
Quería provocarle, así que volví a metérmela entera
levantando la mirada para cruzarla con la suya. Como yo esperaba, llevó su mano
a mi cabeza e hizo fuerza hacia abajo, presionando con fuerza. Mi nivel de
excitación era descomunal, así que cuando liberó la presión me puse a mamar con
gran voracidad, metiéndola y sacándola por completo a gran ritmo; hasta que
volvió a agarrársela para golpear mi lengua con ella.
“Me corro”, confesó con un hilo de voz.
No tuve tiempo de ofrecerme mi cara como diana cuando
observé con pesar cómo espesos chorros blancos empezaban a cubrir sus
abdominales.
“Jooo”, no pude disimular mi decepción. “La primera siempre
viene rápido”, se justificó. “Hombres…”, pensé.
Le dejé terminar antes de lanzarme sobre su delicioso
manjar. Desesperada, lo recogí sin desperdiciar ni una gota, al tiempo que le
dedicaba mi más traviesa mirada.
Retuve su semen en mi boca y regresé en busca de su miembro,
todavía duro. Me afané en la labor de limpieza chorreando leche por las
comisuras de mis labios.
“¿El baño?”, preguntó incorporándose. Mi dedo le indicó la
respuesta.
Aproveché el paréntesis para dar un par de caladas a medio
porro que había dejado en el cenicero. Me puse de pie esperándole, juntando las
piernas y poniendo mis manos en la espalda.
Regresó y volvió a recostarse sobre el borde de la cama, a
modo de invitación a una nueva mamada, que acepté gustosa. Apenas un minuto
después, su falo volvía a lucir enhiesto. Se estiró para alcanzar el pequeño
bolso que había traído, del que extrajo un condón.
Me apresuré a chupar mientras le quitaba el preservativo de
la mano. Sin dejar de mamar, rasgué el envoltorio y lo sujeté en mi mano. Lo
sujete entre mis labios y se lo coloqué sin utilizar las manos. Con su miembro
ya enfundado en látex, me ordenó colocarme a cuatro patas. Obedecí sin
rechistar.
Abrí las piernas todo lo que los leggins y las bragas me
permitían. Se quitó los pantalones y los calzoncillos, me empujó hacia delante
y se subió a la cama. Separó mis nalgas y escupió para lubricarme antes de
penetrarme con su índice. Colocó su polla en mi trasero y empezó a moverla,
aumentando mi deseo hasta el infinito.
Por fin, empezó a presionar el centro de mi ano, abriéndose
paso en mi interior. Con su capullo ya dentro de mí, quiso clavármela por completo
directamente, lo que me provocó una punzada de dolor.
“¡Para!”, grité instintivamente.
Ni puto caso, por suerte. El dolor desapareció al instante y
una oleada de placer recorrió mi cuerpo cuando sus huevos golpearon mi trasero.
Empezó a follarme salvajemente y yo dejé caer mi cabeza sobre la almohada,
totalmente entregada.
Sus acometidas me estaban llevando al séptimo cielo cuando
su excesivo ímpetu provocó que su polla se saliera de su acomodo. Le sucedió
una segunda ocasión, y la dureza de su rabo empezó a desaparecer.
Me giré y me la llevé a la boca, pajeándola a la par para
devolverle la erección. No tardé en conseguirlo, recuperé mi posición y en
breves instantes estaba de nuevo siendo follada. Tuve que agarrarme a la cama
para no salir despedida. Mis gemidos eran cada vez más audibles y continuos.
Por momentos estuve cerca de tener mi primer orgasmo anal, pero me quedé con
las ganas.
Retiró su polla haciéndome sentir vacía, y se sentó sobre el
borde de la cama, invitándome a colocarme encima. Agarré su polla y me dejé
caer hasta el final, estremeciéndome de placer. Empecé a subir y bajar
lentamente, incrementando el ritmo según iba ganando confianza en el apoyo de
los tacones.
Literalmente, iba to’ follada. Apenas podía controlar mi
cuerpo, que subía y bajaba sin descansar. Cuando mis músculos pedían tregua,
aprovechaba para insertarme su miembro hasta el fondo y apretar hacia abajo,
dibujando movimientos circulares para sentir esa polla por todo mi interior.
Aquello fue demasiado para el sujeto.
“Me quiero correr”, decretó.
Me tumbó boca arriba y se sentó sobre mi pecho. Llevó su
rabo a mis labios y correspondí con una nueva mamada. Mi garganta lo echaba de
menos, y mi hombre tuvo la deferencia de volver a follarme la boca
salvajemente, sujetándome las muñecas con sus manos.
Inició el proceso de masturbación mientras mi lengua se
movía a mil por hora, rozando la punta de su glande una y otra vez. Parecía
costarle, así que empleé la estimulación auditiva.
“Córrete, por favor”, imploré. “Necesito que te corras en mi
cara”. Intercalaba mis ruegos con movimientos de lengua. El final estaba cerca,
podía notarlo.
“¿Quieres que me corra en tu cara, putita?”, se animó
mientras se la machacaba con vehemencia.
“Te lo suplico, córrete ya, necesito tu leche”, insistí con
gestos de desesperación. Era cuestión de segundos… “¡VAMOS!, ¡píntame la
cara!”.
Un potente disparo dibujó una línea blanca por toda mi
lengua, subiendo por mi rostro hasta mi frente. Permanecí totalmente quieta,
con la lengua fuera, mientras cuatro o cinco chorros más hacían un Picasso
entre mis ojos, mi nariz, mi barbilla e incluso mi pelo. Había sido más
abundante que la anterior, no había duda.
Procedí entonces a limpiar el antiguo recipiente del néctar
que ahora cubría mi rostro. Se levantó y regresó al baño.
Finiquité el porro y me puse de pie, deseando que hubiera
una tercera corrida. Para mi desencanto, a su vuelta se puso a vestirse.
“¿No te limpias?”, me preguntó. “Ahora voy”, mentí. Me pidió
un vaso de agua. Se lo llevé y lo vacío de un sorbo. Tras rechazar un segundo
vaso, hizo una interrogación que fue música para mis oídos:
“Oye, ¿por esto cobras o lo haces por amor al arte?”.
“Amor al arte”, contesté con una sonrisa de oreja a oreja.
Sin saberlo, me había hecho el mejor cumplido del mundo.
Me mantuve de pie mientras terminó de vestirse.
“Bueno. Adiós, reina”, se despidió.
“Adiós. Muchas gracias por todo”, fueron mis últimas
palabras.
Cuando cerró la puerta, me fui directamente a la cama y me
dejé caer boca arriba. Todavía me costaba respirar por las impresionantes
folladas de garganta recibidas. Miré el reloj: todo había transcurrido en 40
minutos. Yo estuve una hora sin moverme, recreándome en lo sucedido.
“Bueno, está claro que en este cuerpo mando yo, Laia”, me
dije a mí misma. Como esperaba, la experiencia había sido reafirmante. Sólo
podía pensar en comerme otra polla.
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