sábado, 16 de abril de 2016

Kamy, las nalgas del planeta

AUTOR: MARTIN BINARY




Soy varón estándar, heterosexual con doble vida. Coleccionista compulsivo de diversas clases de objetos, inanimados los más, tales como caballitos de cerámica o cartón, tanques de hojalata, estilográficas sin tinta, sellos antiguos, soldaditos de plomo, figuras de ajedrez e incluso trompos de madera que ya no uso porque pasé la edad de jugar; pero también colecciono, en el más absoluto secreto, experiencias eróticas con seres humanos que se prestan a ello a cambio de dinero: los poseo no más de media hora, abono su servicio con generosidad y me despido con delicadeza. No los retengo como el siniestro malvado de El silencio de los corderos. A los tres cuartos de hora de habernos encontrado, ambos hemos progresado: ellos en capital y yo en fantasía.



A Kamy la elegí como una nueva experiencia en mi subserie de Crisálidas dentro de la serie Transexuales Prostitutas, la más perversa de mis colecciones. Fue tan satisfactoria que repetí  al menos en cinco ocasiones, hasta que un accidente laboral llevó a mi glande unas manchas rojas que requirieron de untados de Canestén y de ingesta de antibióticos para desaparecer. No volví a llamarla, pero no le guardé rencor: puede pasarle a cualquiera.



Como transexual, Kamy es el prototipo soñado por el bisexual tipo: de caderas prominentes duras, redondeadas y suaves como peñas de acantilado, siempre masajeadas por la mar: inmensas nalgas que parecen un solo volumen rasgado por una hendidura viva, un barranco angosto, negro, sin sombra de vegetación que atraviesa la nalga de norte a sur; en su fondo hay un pozo ancho que no fuerza eyaculaciones porque es horadado con frecuencia por carnosas mazas africanas de gran diámetro, como ella misma pregona; tales volúmenes provocan que sus andares sean de matrona portuaria, balanceando el cuerpo con dificultad, forzado por esos voladizos que suponen las mollas de silicona adheridas; pero, al traspasar la cadera, ese cuerpo da paso a una cintura de avispa, como es el tipo de tantas adolescentes obesas de cintura para abajo. Su pecho es escaso aunque no carece de él y el pezón es rosado y femenino.




Su rostro no es bello de revista, pero transmite comprensión y paciencia. Es ancho y blanco de color, con granos adolescentes de acné, como el de tantas de chicas de barrio. Sus labios son gruesos y su lengua de seda, ideal para conducir a un orgasmo lento y suave, llegado el cual no se aparta. Por lo demás, buena amiga, delicada con los clientes que no responden al prototipo de macho controladamente brutal, con el que disfruta en su segunda o tercera vida.



Como buena mujer solitaria, siempre tiene un relato que contar, para que no todo sean movimientos mecánicos. Una historia trágica si evoca sus tiempos de adolescente abusado por los hombre de ley colombianos, de miedo si el tema es la noche en los polígonos marginales que frecuenta, añorante si evoca la visita de su último top manta africano, dilatador de esfínteres. Su médico de cabecera le ha advertido que no abuse del top manta, pero su ansia de la divina mezcla de dolor y placer no tiene límite: ay, papi, más adentro, ay, papi, muévela, rómpelo. A veces, en esos reclamos, su minúsculo miembro consigue una erección que no expulsa semen sino flujo femenino. Dos gotas traslúcidas que ella extiende por su epidermis, orgullosa.



Es meretriz tímida, aunque se exhibe con su inmenso trasero abierto de par en par, de frente, dejando ver una bolsa testicular de apariencia sudorosa. Y es que Kamy es mujer que suda en el cuerpo a cuerpo. Pero a pesar de anunciarse con profusión, no acaba de lanzarse a la arena de la producción masiva de placer. Acude al alquiler de sus carnes cuando llegan los recibos de los tratamientos hormonados. Es libre, se prostituye cuando quiere.



La primera vez me recibió en camiseta y sin bragas, por lo que le pedí un striptease. Lo hizo sentada en una silla, de espaldas y me excitó tanto que no pude menos que saltar sobre sus redondeados glúteos y magrearlos a mano abierta e incluso morderlos con delicadeza. Después se desnudó del todo y comenzó a sorberme el pene con profusión de saliva, en una felación lenta, acompasada. Sus labios gruesos arropan el glande como un albornoz cuando se sale de la sauna. Después, por probarlo todo, le pedí que se sentara encima, sin pesarme. Y allí, mientras se erguía y se encogía, tuve ocasión de ver una bolsa negra entre sus piernas: dos enormes huevos camperos y un pequeño meñique que brincaba. Se lo toqué como quien palpa un jersey de rebajas, sólo para hacerse una idea de la textura.



Por verla de espaldas y dominar la situación, optamos por la postura del perro y una vez ensartada, con la visión de su curvado cuerpo de espaldas, mi semen fue a parar a los pliegues más bajos de su intestino en pocos segundos. Gimió discreta. Después me limpió y hablamos algo más. Salí de su apartamento cuando quise.



—Vuelve, papi.


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