sábado, 19 de marzo de 2016

Andrea, mi primera Crossdresser

AUTOR: MARTIN BINARY



Andrea, mi primera crossdresser, no era una diva sino una chica de penumbra, era una crossdresser venezolana que no había ahorrado lo suficiente para ponerse pecho de mujer pero que poseía el don de parecer una fémina arrabalera como la que más.

La encontré en Internet, donde se anunciaba como una despreciable perra. La llamé y me dio las coordenadas del callejón oscuro en el que se ponía y su ínfimo precio. Penumbra y bajo coste, lo más alejado de las divas que aborrezco. Además, su voz era de señorita vulnerable a punto de echarse a llorar. Todo a mi gusto.



Una noche en la que los astros habían espesado mi cerebro llegué a las callejas de los cuerpos de alquiler, en las cercanías de una estación de tren. En la acera de la derecha, ocultas en la oscuridad, una travesti de mandíbula recia y hombros anchos y más allá otra, una muchachita joven, de cuerpo delgado y menudo, con minifalda y piernas firmes de adolescente que practica ballet, las cuales cubría con medias agujereadas como las que llevan las niñas rebeldes. Pelirroja de media melena revuelta. Me confirmó que era Andrea y la invité a subir en mi coche. Se sentó en el asiento del copiloto y me condujo a un aparcamiento iluminado, en el que me ofreció su cuerpo para que hiciera lo que quisiese con él. Yo estaba confuso, soy un hombre respetable incapaz de practicar sexo en un recinto lleno de farolas encendidas y rodeado de edificios habitados por familias decentes. No sabía cómo encontrar una salida al bochorno que me proponía Andrea. Para ganar tiempo, le pedí que se levantara la faldita y me dejara ver. Obediente, se puso de espaldas y me mostró dos nalgas redondeadas que confluían en una raja oscura. No usaba bragas. Me excité de tal manera que ya no podía renunciar a tenerla. Decidimos ir a su casa a pesar de que se triplicaba su precio. Yo tenía el deseo y el dinero así que acepté.
 

Atravesamos la ciudad ante miradas de curiosidad de los noctámbulos, tan espectacular era el aspecto de la joven. Después de veinte minutos llegamos a su piso, en el segundo piso de un bloque de viviendas humildes a las afueras de la ciudad. Le pedí que se apeara y fuera delante de mí. Se descalzó y caminó por la acera con un zapatito de tacón en cada mano. La suya era entonces una figura provocadora y sensual.


La seguí a distancia sin que nadie se fijara en mí. Llegué hasta una puerta entreabierta en la que entré. La vi al fondo de un largo pasillo poco iluminado, caminando de aquí para allá, semidesnuda y descalza. Me indicó dónde estaba el dormitorio, pero yo en lugar de obedecer la seguí por el piso, mirándola con descaro: era la manera civilizada de hacer lo que en aquel momento deseaba con intensidad, violarla.

 
Ya en su cama, en penumbra, nos desnudamos y le pedí que me chupara. Su piel era blanca y depilada y su verga negra y fláccida. Mamó con condón, despacio y con suavidad. Mientras lo hacía toqué su nabo con la mano derecha hasta endurecerlo y dilaté su esfínter con cuatro dedos de la mano izquierda. Gimió. Cuando sentí que podía perder el control, le dije que quería meter mi verga en su ano.


Entonces le solté el piropo. Algo así como que me gustaba lo puta que era.

En qué hora. Le gustó, no cabe duda. Fue un cumplido por mi parte. Al fin y al cabo aquel atributo era la base de su anuncio en Internet, pero decírselo fue el detonante para que ella se sintiera obligada a demostrar lo corrompidamente puta que podía llegar a ser. Mientras se la metía, yo de pie al borde la cama y ella de rodillas, para que le entrase en diagonal hacia abajo y golpeara su próstata con más intensidad, se puso a gritar con un tono de voz inapropiadamente masculino (perdió el control, estaba claro) que era mi puta, que me follara a mi puta y cosas así. Si lo hubiera dicho lloriqueando con vocecita de niña tonta, yo me habría corrido al instante, pero aquel vozarrón machote diciendo una frase tan artificial…  aun así, apesar de la banda sonora, pasados unos intensos minutos eyaculé.


Después, con la luz encendida y los fluidos recogidos en servilletas de papel tiradas por el suelo de la habitación, descubrí que al quitarse el sostén se le habían perdido las tetas. A pesar de todo guardo un buen recuerdo de Andrea, no he borrado su número de teléfono y conservo la fantasía de la repetición.

 

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